Mientras la heroica ciudad dormía la siesta, madre y Caro su hija se iban de tiendas. La primera de peluquería, bajo un paraguas plegable y transparente. A su lado la joven mojaba la gabardina y sus katiuskas verdes. Las dos pagadas al móvil …
– Estoy con mi hija.
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– ¿A que hora terminas?
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– ¿Quedamos?
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– Ya sabes que sí.
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– Vale.
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– A las siete.
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– ¿Donde la otra vez?
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– Besitos, amor – le susurró.
-¿Fuiste de fiestuki?
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– ¡Pichu!
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– ¿Con la gordi esa?
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– No seas guarra, Afri.
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– O sea que va de malote.
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– ¡Ya te digo tía!
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– ¿Que pase de todo?
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– No tía.
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– Me estas rallando joder.
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– ¡Mmua!. – le espetó.
Madre e hija ya en silencio ante el escaparate de una zapatería, cuando se reflejó Luis el hombre de la casa que las abrazaba por la espalda y decía:
¿Cómo están mis chicas?
Intercambiaron unas miradas y al poco sus teléfonos les reclaman:
– Dime Teté.
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– Hoy no puedo.
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– Ya te contaré.
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– No, nada importante.
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– De tiendas con Luis y Caro.
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– Chao, cari, chao, chao.
– ¡Qué!… ¿De bajón?
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– Flipé, me lo sopló Afri.
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– No haberte acoplao.
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– Afri no es una bocas.
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– La gordi es una lapa.
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– Ya no me molas. Piérdete.
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– Bye, loser.
– Sí, soy Luis
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– Mañana tendrá su pedido completo y podemos firmar.
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– Sí, el ingreso como siempre.
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– Imposible, ya hemos reducido el beneficio empresarial
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– No, no podemos más.
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– Sí, sí, eso es.
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– Sí, salgo a las siete. Dormiré en Madrid.
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– ¡Ok!, ¡ok!. Firmaremos a primera hora.
Esa tarde Caro y su madre regalaron a Luis un sombrero.
© 2013 Texto y fotografía, Arturo García Fernández
Relatos que acompañaron una pandemia