El aire es de cristal. La luna, un ojo colgante y húmedo fuera de su órbita, ni siquiera quiere reflejarse sobre las remansadas aguas. Está de retirada. Ya alborea. Unos deshilachados jinetes cabalgan las nubes sobre un paisaje mutilado.
A un lado del barranco muros caídos, casas derruidas y peñas. Al otro un bosque talado por el fuego, cobija restos de una arquitectura industrial, que simula reverdecer.
Ni se ven ni se escuchan pájaros, quizá hayan huido. Si se distingue, un poco más arriba de las ruinas, una casa cubierta por la hiedra. No se aprecian puertas ni ventanas y por su chimenea no sale humo. Delante de ella Jonás está sentado en una piedra, que es como otra cualquiera menos para quién no recordase tanto:
Las manos de su abuelo cuidaban los viñedos de uva blanca. Las fincas escalonadas y cercanas. En la vega trigo, patatas y maíz. Los naranjos al pié del palomar y las higueras junto a las cuadras. Arriba los cerezos se abrigaban bajo las rocas. Abajo los avellanos acompañaban al arroyo hasta fundirse con el río. Todo guardaba un orden ancestral.
Fué un niño más, de los que jugaban los días de fiesta bajo la carpa de bombillas o en las escaleras de la iglesia. Al otro lado del río, nada más cruzar el puente.
No olvida a su abuelo, encaramado en la peña que tiene forma de caracol, maldiciendo la llegada de las obras para construir la presa. Ni tampoco a su padre que trabajó en ella. Y cómo las aguas retenidas terminaron por enterrar la vida de todos.
Estrépito de las sirenas, en una época pautada por los accidentes, nada se detiene. El muro de la presa admite otro cuerpo que cruje. Son muertes encofradas, ataúdes de hormigón, solamente los números de una particular guerra contra la naturaleza. Su madre en vilo. Oscuros sollozos del agua..
Tenía nueve años cuando los carteles proclamaban triunfalmente “muro de setecientos mil metros cúbicos, ciento treinta y dos metros de altura”. Vio cómo en los altos surgían pueblos de pálidas casas prefabricadas, para otro tiempo que comenzaba.
Fué cuando su primo lo llevó hasta su casa en la vega y asomados a la ventana comprobaron cómo el agua llegaba a los cimientos. Después desde más arriba vieron desaparecer las gastadas barandillas del puente, más tarde lo hacía su propia huerta. Solo quedó el jardín delantero. Los tejados de pizarra de las casas de la vega parecían desiertas balsas, pero acababan siendo engullidas. Tiempo de imágenes fijas en continuo desvanecimiento.
A Jonás durante la última noche que durmió junto a la familia, los pies no le entraban en calor y le pareció sentir que las sábanas tenían escamas. Soñó que entre los dedos le salían membranas mientras exploraba los secretos de su almohada
Cuando le buscaron para trasladarse al poblado habilitado en el alto, nadie pudo dar con él. Quedó allí, escondido en la casa cimera del pueblo anegado – solo – al borde del pantano, junto a aquellas aguas que no desembocan.
Hasta que la lluvia se ausentó y llegaron los silencios de la sequía, Jonás no pudo volver a contemplar su paisaje. Ahora ve las antiguas fincas cubiertas por un manto de reseco barro y reflejados en los charcos, como esqueletos, los árboles de su infancia.
La vida de todos está sepultada bajo la piel de un enorme saurio.
Cuando la luna asoma al fondo del barranco, a través de un aire de cristal se escucha un humano croar.
© Fotografía y texto de Arturo Joaquín
Te escribi algo antes pero no estaba subscrito.
Primero en-hora-buena por decidirte…
El tema de intercalar fotos es complicado.
Me gusta en el ultimo "La bicicleta..".El significado no es claro y abre a la percepcion del relato.
Las otras dos son muy literales, y creo que no revalorizan el texto o lo hacen mas obvio de lo que es…
Espero quete ayuden los comentarios , y sobre todo enhora buena otra vez…
Estoy de acuerdo, el tema de las fotografías hay que cuidarlo.
Afortunadamente este soporte digital permite probar y según resultados hacer cambios.Cuento contigo para cuantas observaciones quieras hacer.
Saludos.
La fotografía extensa, preciosa, viva.
El relato real, pero la vida misma….
Aunque la vida misma en ocasiones supere a la ficción.
Espero contar con tus comentarios en otros relatos de este blog.
Gracias.
Real… me llevó a ese momento, muy bien lograda está historia!
Nuria, gracias.
Este texto tiene una profundidad nostálgica y melancólica que se despliega en un paisaje devastado, casi onírico. A través de la figura de Jonás, el lector se adentra en un lugar despojado de vida, un espacio en ruinas que alguna vez fue hogar y ahora se ha convertido en un reflejo borroso de lo que fue. La luna, descrita como un “ojo colgante y húmedo,” y el “aire de cristal” crean un ambiente de quietud extraña y frágil, como si el tiempo y la memoria se hubieran cristalizado en ese instante.
La narrativa alterna entre el pasado y el presente, donde la riqueza de la naturaleza y la vida de una comunidad agrícola desaparecen bajo el peso del progreso y la industrialización, simbolizados por la construcción de una presa. Este embalse, en su función de almacenar agua, se convierte en una especie de tumba para los recuerdos de Jonás, que siente cómo su infancia se ahoga bajo las aguas retenidas y cómo su tierra, sus memorias y su identidad son engullidas por la “piel de un enorme saurio.”
El texto está lleno de imágenes poderosas: la finca del abuelo, los viñedos, los frutales organizados en un orden antiguo, y la idea de que estos elementos forman parte de un “orden ancestral” que la presa interrumpe. La transformación del paisaje y la desaparición de los pueblos muestran el sacrificio de lo vivo en nombre de una modernidad desalmada, representada por “muertes encofradas” y “ataúdes de hormigón.”
Jonás, que se niega a abandonar su hogar anegado, personifica la resistencia a esa pérdida, aunque al final queda atrapado en un espacio entre la vida y la muerte, la realidad y el recuerdo. Cuando la sequía deja al descubierto las tierras sumergidas, Jonás observa la desnudez de su historia, ahora cubierta de barro seco, donde los árboles y las casas solo son ruinas. En ese paisaje desolado, Jonás representa a todos los que perdieron su mundo ante el avance del desarrollo, una figura de resistencia y, a la vez, de resignación.
La escena final, donde “a través de un aire de cristal se escucha un humano croar,” evoca la deshumanización que trae consigo la pérdida de raíces y tradiciones. Este “croar” humano es un último eco, una voz de dolor que se ha vuelto apenas un sonido en el vacío, como si la esencia de lo humano hubiera sido absorbida por el paisaje devastado.
En conjunto, el texto nos deja con una sensación de duelo por un mundo que ha desaparecido, un lamento por la pérdida de una conexión profunda con la tierra y con la memoria de un pasado que se desvanece, ahogado por las aguas de la modernidad.