– Soy de aquí, aunque no lo “paresca” – mascullaba Don Hernán Arana.
El horizonte marino se encrespaba, la brisa suspiraba ecos de campanas.
En el paseo marítimo desde un banco veía las fachadas con los balcones aún abiertos, el autobús atestado, unos ciclistas ociosos, dos beatas de andar apretado…
Al otro lado de este mar, deje la mitad de mi vida – recordaba.
Su hijo, al que no podía distinguir en un grupo que se afanaba por cabalgar olas, acababa de cumplir veinticinco años y de graduarse en periodismo. Aquí parecía abocado a llevar una vida de eterno estudiante. Pero Don Hernán, quería que conociera otro mundo y por eso le había regalado un pasaje de avión a las tierras andinas.
– El vuelo es a medianoche ¿Todo a punto? – le dijo.
Lo tenía delante descalzo, enfundado en neopreno.
– Si. Quería despedirme del mar.
Se fue, no sin antes dejarle un beso de sal, como un dios surgido del agua, que tuviera en la tabla de surf su altar.
Don Hernán no entendía el carácter de su hijo. Tampoco le resultaba arrogante, pues sabia que era la marca de la casa.
————
Él, a los quince años se fue para “hacer las américas”, sin haber pasado de aprendiz en aritmética, ni gramática. Tuvo noticias de las ruedas que se llenaban con aire el día que pinchó la bicicleta y escuchó que había que reparar los cauchos. Le dijeron que esa goma salía de un árbol que estaba en el otro lado del mar. Encontró algo parecido con su navaja en los troncos de los cerezos, ya solo pensó en dar rienda a sus aspiraciones de ser y tener.
Sucumbió, como muchos del pueblo, a la fiebre del caucho. No todos habían regresado de las selvas amazónicas. Allí aprendió a sobrevivir cuando extraer una tonelada costaba la vida de diez indios.
————
Don Hernán acompañó a su hijo hasta el aeropuerto. En una noche sin estrellas, bajaron del taxi ante la salida de vuelos internacionales.
– No dejes de llamar
– Si visitas Cuzco alójate en el Hotel Colonial.
Al despedirse le dio un pequeño regalo. La humedad de sus ojos retenía lágrimas. El temblor de sus manos lo delataba.
Desde el otro lado del embarque advirtió como su hijo sobresalía con su mochila, entre los escasos viajeros para el vuelo rumbo a Lima y como le saludaba mientras se recogía el pelo con una goma.
————
Tenía plaza en business class. Después de cenar le retiraran la bandeja y se arrellano en el asiento. Sacó el regalo de su padre y recordó su mano firme, a la que agarrado un domingo por la mañana, paseaba con la certeza de que su nombre era papá. Su madre que salía de misa le llamó Hernán, y su padre sonrió. Entonces descubrió que llevaba su nombre.
Presentía el tedio del vuelo hacia nueve horas menos de primavera. Intrigado por el pequeño paquete, lo desenvolvió cuidadosamente. La intriga aumentó al leer en la tarjeta: zootropo.
Dentro, encontró primero unas tiras de cartulina, con dibujos de la secuencia del vuelo de un cóndor y del galope de un toro. Después dos discos de cartón y el esquema para montar un cachivache. Tenía entre sus manos un pequeño cilindro con unas ranuras laterales para ver su interior.
Al girarlo comprobó que los dibujos se animaban: el cóndor cabalgaba al toro. En la penumbra el silbido del aire acondicionado los acompañaba. Adormilado lo bajó y al poco, el ocasional juguete rodaba por el suelo.
————
La ventanilla del avión en el aeropuerto de Lima, estaba tapizada en lluvia. Había amanecido con neblina.
He llegado – se pudo escuchar en una cabina telefónica del área de recogida de equipajes.
El parloteo del taxista que lo llevaba hasta un hotel del centro, le sobraba. Circulaban cuatro coches por dos carriles y atardecía en una ciudad que le pareció habitada por gente discreta. Veía como se mezclaba el colorido de telas andinas en los eventuales mercadillos, con el gris del hormigón, que proliferaba frenéticamente en vertical. Todo le era ajeno, todo su mundo cabía en la playa donde pudiera navegar una ola.
Se registró en el hotel y no pudo dormir. Muy temprano, sorprendido por el bullicio en las aceras, dio un paseo hasta las céntricas playas de Miraflores. En fotos había visto las enredaderas de sus acantilados. Se encontró con un océano calmado, excepcionalmente Pacífico. En el Waikiki Club le informaron de la situación. Las cosas seguirían así, por lo menos, una semana más.
Lo tenía claro, Cuzco le esperaba. Un vuelo doméstico de una hora y cuatrocientos cincuenta dólares fueron suficientes para que Hernán, caminando por la pista del aeropuerto de Cuzco, sintiera en su nariz cómo el aire se hacía ralo. Forzar la respiración era el peaje de llegada a una altura de tres mil trescientos metros si se viene del mar.
Por fin se encontraba ante la fachada del Hotel Colonial, que integraba en la arquitectura de la casona española unos murales andinos. En el patio interior, las arquerías de piedra miraban la pileta del centro. Bajo uno de los arcos estaba la recepción.
– Buenas tardes. Bienvenido al Cusco.
– Buenas tardes. Tengo reserva a nombre de Hernán Arana.
– Correcto. ¿Me rellena esta ficha por favor?
Necesitó mirar en su pasaporte el número del visado. Y reparó en un hombre que vestía con prendas cómodas, sobrias, de buena hechura. Estaba muy pendiente de la conversación y por fin se le presentó:
– Soy de aquí, aunque no lo “paresca”. Mi nombre es Tupác.
————
Era el dueño del Hotel. Me invitó a cenar y acepté. Hizo una señal a un camarero para que nos buscara mesa y el espejo de la pared nos reflejó. Su aspecto me resultó familiar.
Tenía una conversación fácil. Me informó que en estas fechas no podía perderme la Yawar Fiesta, la Fiesta de la Sangre. Se ofreció para ser mi guía y al tercer “pisco sour” me convenció. Nos despedimos con un apretón de manos y me dijo:
– Mañana temprano saldremos para la puna.
Mi habitación estaba en el primer piso. En ella recibieron unas diminutas llamas sobre la cama, realizadas con toallas redobladas por mano indígena. Era amplia y moderna, con un balcón que daba a la Plaza de Armas. El aire se desteñía en los azules del cielo y aparecían las primeras luces amarillas en los faroles de los porches. No extrañaba las olas.
Aquí le decían “soroche”, allí mal de altura. Tenía que tomar las cosas con calma. Salí a dar un paseo. La plaza era amplia en contraste con las callejuelas y cuestas empedradas que la rodeaban. En medio un monumento del Gran Inca, que mostraba su orgullo a las montañas y a los barrios sobre las lomas. Estaba en el centro de su Universo.
Regresé al Hotel, las luces amarillas se extendían como una tela de araña y podía respirar más fácilmente. Antes de ducharme llamé a mi padre.
– Estoy en Cuzco…
– ¿En el Hotel Colonial?
– ¿Has conocido a Tupác? – su voz mostraba ansiedad.
– Si, mañana iremos a la Fiesta de la Sangre.
Cuando aún no había amanecido, la inconfundible voz de Tupác, desde la recepción, era la que estaba al otro lado del teléfono.
Partimos. Tupác conducía con facilidad hacia uno de los cerros más sobresalientes y el soroche no se presentaba. Llegamos a un cráter, nos ocultamos en un peñasco que lo bordeaba. Podíamos ver los restos de oveja en el fondo:
– Bajará en cuanto no vea peligro – escuché.
Después de un buen rato, el cóndor descendió. Hasta ese momento pensaba que estábamos solos. No era así, los indios salieron de sus escondites, una red multicolor se cerró alrededor del ave y no pudo remontar el vuelo. El silbido del viento fue barrido por las trompas de cuernos. El sol permitió que arrastraran a su emisario sujeto por las alas y su ira le hizo palidecer.
– Será adorado como guía de los muertos.
La comitiva pasó una quebrada y llegó a un pueblo de pocas casas y sin iglesia. En un círculo de rocas, le extendieron las alas y lo engalanaron con cintas de color rojo. Los oficiantes destacaban por sus ponchos multicolores. El sonido de las cuernas cesó. Se pasaron hongos, entre extraños cantos que se alargarían toda la noche.
– Invocan a la serpiente, puma y cóndor – subtituló Tupác.
Para buscar alojamiento atravesamos nuevamente la aldea, y pasamos junto a un muro que tenía tallada la trinidad inca. Alguien le había hecho un graffiti. Tupác hizo como si no lo viera.
Encontramos un pequeño hotel y antes del tercer “pisco sour” me contó que su padre era un extranjero que había llegado a Cuzco, después de haberse enriquecido en la selva amazónica de Iquitos. Su madre era de un reino donde solo existían mujeres. Mujeres sin marido, que vivían solas lideradas por una virgen y se regían por sus propias leyes. Dedicaban una fiesta anual a la luna y durante esa noche se emparejaban. Después cuando el lago era su espejo se sumergían en el agua. De lo más profundo sacaban el barro con el que moldeaban un talismán de la fertilidad en forma de rana. Ellas se lo colgaban en el cuello con orgullo, era la insignia de su noche nupcial.
Durante la fiesta siguiente las mujeres que habían concebido un niño se lo entregaban al padre y en el caso de nacer una niña se la quedaban para que la tradición continuase.
Madrugamos. Tupác pudo conseguir antes de amanecer una camioneta multicarga. Tenía la impresión de seguir acompañados. El gran disco solar nos sorprendió entre barrancos y polvo. Ascendíamos hacia la puna. Olía a sudor seco. Preocupado por el traqueteo, solamente escuchaba el ruido de las bielas y amortiguadores de aquel cacharro. Empeñados en su disonancia por hacernos saber cuál de los dos rompía primero.
Entre la niebla de los cerros distinguí una laguna entre el verdor de la hierba. La camioneta se detuvo, resonó el viento.
– Un animal saldrá del remolino de las aguas – dijo uno de los indios y recordé mis olas.
Desapareció la niebla. Surgió un tropel de indios a caballo conduciendo a un toro. Los jirones en la ropa de algunos jinetes mostraban heridas. Descendieron hasta el pueblo, llegaron al círculo de rocas donde permanecía el cóndor, y lo amarraron sobre el lomo del animal.
El astado brincaba intentando desprenderse de la enorme ave que mantenía el equilibrio con ayuda de sus alas y del pico. Sus garras hacían brotar la sangre de un ser mitológico con cuatro pezuñas, drapeado de oscuras plumas y cintas rojas, que ofrecía a la multitud una majestuosa tragedia, en cámara lenta de película muda.
El espectáculo se prolongo hasta que el sangrado toro se extenuó. Entonces se liberó al cóndor. Un desfile ritual lo escoltó hasta llegar a una roca cortada que le permitió alzar vuelo. El sol se reflejó rojizo y orgulloso sobre las oscuras plumas de sus alas.
————
En medio de la plaza de Cuzco, sobre su monumento el Gran Inca sonreía. El Hernán que regresaba al Hotel no era el mismo que había salido solo dos días antes. Esa noche no telefoneó a su padre, le escribió este relato.
————
P.D.: Hernán cuando salía del hotel escucho que reclamaban al Señor Arana, no se giró estaba seguro que se referían al otro Arana: Tupác.
Me ha gustado mucho este relato y me han sorprendido gratamente los giros, expresiones q utilizas en él, pareciera q fueras originario de esos lares.. ummm. Me hacen pensar q… Bueno, ya te lo diré cuando te vea, si es q me acuerdo 🙂
Siempre hay algo.