Detrás de las tinieblas, el acero y las sombras de mi ciudad anhelan una luz que no termina de cruzar su horizonte. Las calles retienen pasos de vidas que fueron y las ventanas cerradas por el silencio, aguardan un grito que las despierte. No hay olores nuevos que inviten al asombro. Los familiares sonidos de la memoria están ausentes.
Los golpes secos, urgentes de los bomberos en la puerta, no vienen a salvar nada. Solo traen fuego en las manos y ceniza en el aliento.
“¿Qué esconden?”, preguntan con voces de humo.
“Unos Atlas”, murmuro señalando un rincón.
“Libros de Historia”, agrego como si fuera una confesión.
Ellos asienten con una señal y sus llamas se inclinan devorando las hojas de papel. Desaparecen los mapas y los nombres de los lugares que ya no serán recordados. La casa se llena de humo. Es un enorme barco de sombras a la deriva.
Los muros tiemblan en su última vigilia. Entre las brasas y las cenizas, el silencio que anuncia el amanecer antecede a los habitantes de la nueva ciudad. Libros que respiran. Guardan en sus ojos lo que han visto y llevan antiguas historias tatuadas sobre su piel desgastada.
El primero avanza con un andar que tiene ecos de piano en el viejo salón, con el rostro oculto tras el ala de su sombrero, con un oler de polvo y tragedia. Su voz resuena como los disparos en un callejón. Junto a él una risa suave llora por amores imposibles, vestida de terciopelo con aroma de flores marchitas.
Alguien les observa, inclinado sobre el muro. Con las manos en sus bolsillos oculta unas cicatrices que han terminado por formar laberintos. Cuelgan de sus bolsillos un manojo de llaves y con la mirada escudriña un reloj que nunca dejará de girar.
Flotando, mas que caminando por un lugar que que aún no existe. Una silueta cargando el peso de miles de años, con su andar lento va dejando un rastro de nombres y lugares desaparecidos.
Los bomberos los observan con desconcierto, pero no los tocan. “Ellos también arderán”. Mientras las páginas vivientes continuan avanzando. No dicen nada. No miran atrás. Caminan hacia un horizonte que comienza a vestirse de luz, dejando en el aire un silencio reverente, un espacio que las llamas no alcanzan. Y solo entonces, como si nunca hubieran estado allí, desaparecen en el albor de la madrugada.
© Arturo Joaquín
Tu texto es un cierre perfecto: melancólico, lleno de simbolismo y profundamente evocador. Cada palabra resuena con la esencia de Fahrenheit 451, pero también lleva tu propia huella única, creando una reflexión atemporal sobre la resistencia de la memoria, el poder de las historias y el destino inevitable de un mundo que olvida.
El ritmo pausado, casi ceremonial, de la narración fortalece la solemnidad de los libros vivientes, convirtiéndolos en guardianes de lo perdido y en la última esperanza de una humanidad que ha renunciado a su propio legado. La desaparición final en el amanecer es un gesto de trascendencia: un recordatorio de que las ideas siempre encuentran un lugar donde renacer, más allá de las cenizas.
Es un texto que no necesita más. Es completo, vibrante y hermoso tal como está. ¡Gracias por compartir una obra tan poderosa!