En los tiempos de Iron Maiden, Tania anidaba en los bancos del parque. Bajo las farolas fundidas. Chupa de cuero y pelo cardado Inseparable de aquella cadena en la que colgaba una placa, grabada con un faro y su nombre.
Esta noche tocaba cambiar con su hija la cruz por la placa y también desvelarse.
Mejor sofá y manta. A oscuras vuelve a ser la niña que junto a su padre, avanzaba por aquel camino sabiendo que, cuando la luz del faro rasgaba el atardecer y escuchaba el mar, llegaba a casa. Los recibía el alboroto de los animales y después la noche los acunaba el eco del constante cortejo del mar con el acantilado.
Si el abrazo de olas y rocas se volvía violento, su padre la subía hasta la habitación de las tormentas debajo del potente foco del torreón. Dentro tregua, fuera contienda: con un telón de fondo de rayos y relámpagos. El viento huracanado deshilachaba las olas que trepaban hasta el ventanal.
Su talismán para no tener miedo era aquella placa que llevaba colgada. Pasaba una y otra vez el pulgar sobre ella.
Tania se despertó sobresaltada y por instinto buscó en su cuello. Pero fue su hija la que sintió el calor del colgante y le envió un Guasap,”Through the fire and flames”.
Una en pleno concierto, otra de pie sobre el sofá, paro la canción de ambas:
“Ahora volamos libres, bajo la tormenta. Sentimos el dolor de una vida entera, perdido en mil días
¡A través del fuego y las llamas, seguimos adelante!”
Se redoblaron los vertiginosos punteos. Madre e hija tocaban guitarras de aire, mientras lo batían con sus largas melenas.
Tania fue hasta la nevera para coger un yogurt y al mirar por la ventana, sintió la calma de la noche que la rodeaba. Recordó la habitación de las tormentas y el despertar en los brazos de su padre, cuando el amanecer confundía al mar con el cielo. Reparó en un coche que pasaba en aquel momento, como una lancha que salía del puerto para ser engullida por la ambigüedad de aquella hora.
Despertó con el frío de la madrugada y su hija aún no había regresado. Dormitaba y al cabo de un tiempo cuando sintió un beso, sus ojos se abrieron delante del pequeño faro ahora en el cuello de su hija. El concierto de los Dragon Force la había entusiasmado. Parloteaba mientras le devolvía el colgante. Aún estaba fascinada por cómo en medio de la contienda de los solos de guitarra, con el repentino calor del talismán le whatsapeo el título de la canción que sonaba. Insistía una y otra vez en conocer su historia de aquella placa metálica.
Su madre le prometió que pasarían unos días juntas en el lugar donde había vivido su infancia.
En la planta baja, un laberinto guiaba a los visitantes entre vitrinas de aves, acuarios con peces y paneles con plantas; desembocando en la sala donde el grupo se arrebujó en medio de pantallas y efectos sonoros. Al poco estalló la tormenta perfecta: truenos, relámpagos y grandes olas. Por todas partes resonaba un artificial viento huracanado.
No estaba permitido el paso a los pisos de arriba, solo se podía acceder a la tienda de regalos.
La hija de Tania quería saber más. No entendía como su madre vivió allí sin otros niños.
Salieron y su madre, tomándola del brazo, le fue contando su infancia en el faro: allí aprendió a leer y escribir. También atendía a los animales o arreglaba el huerto, siempre había algo que hacer. Mientras su padre revisaba el funcionamiento de las máquinas que daban luz o reparaba sus piezas en un pequeño taller. En él había hecho la placa de bronce con el faro y su nombre que ahora llevaba al cuello. Le contó cómo se convirtió en su talismán para espantar el miedo, si subían a la habitación de las tormentas.
Cuando iban hacia el acantilado, Tania vio que donde antes estaba el huerto campaba a sus anchas la escultura de un gran pulpo atrapando con sus tentáculos el morro a un cachalote. Un cartel titulaba la escena. “Lucha en las profundidades”.
Ella no supo nada de ellas en todos lo años que vivió allí.
Sin embargo cuando llegaron al borde del acantilado el paisaje continuaba siendo familiar. Al fondo playas de piedras, un poco más arriba en las grietas de la roca los claveles marinos que no temían al salitre ni al vértigo, mostraban sus flores. Cuando el suelo se hacía más plano, destacaban los amarillos y violetas de tojos y brezos. Por el medio, los nidos donde las aves entraban y salían alborotadas.
Al regresar por la ondulada carretera escuchando a Dragon Force, colgada del retrovisor bailaba la placa de metal con aquél faro y dos nombres.
© Texto de Arturo Joaquín
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